5/01/2020

Priscilla y las demás


La conocí en una marcha, se llamaba Maritza y estudiaba en la UNAM sociología; aunque después me confesó que si hubiese entrado en psicología como era su intención, la hubiera dejado: se le habían abierto los ojos en su primer semestre; lleno de filósofos y teorías sobre las masas, la sociedad y la mujer. Debo decir que me sentí aludida cuando me dijo esto, ya cursaba yo el quinto semestre de psicología más por presión de mamá que no quería que su hija la más pequeña se quedara en casa, a cuidarla cuando fuera vieja: siempre llevando la contraria de la abuela. Yo no quería estudiar, prefería las fiestas y los raves que se hacían los viernes, siempre en una casa distinta después de la última clase.
Maritza me contó que ya me había visto alguna vez, en una fiesta en casa de Pepe-psyco, uno de mis compañeros que, al igual que yo, estudiaba para seguir recibiendo dinero de sus padres. Esas fiestas eran épicas, Pepe tenía una casa enorme donde prácticamente vivía solo y era de las casas más frecuentes para los desmanes; además, se creía que era DJ y pinchaba algunas veces en la súper consola que le habían dado sus padres como justificación de su ausencia perenne.
Esas fiestas eran mortales, iban de todas las carreras que se enteraran y, mejor para nosotros, ya que después de las primeras veces comenzamos a cobrar cover y a vender cervezas en asociación con la señora de la tienda que nos dejaba varios cartones que, conforme la noche avanzaba, iban intercambiando por nuevos los ya terminados. Una vez contamos hasta cincuenta cartones: éramos más empresarios que psicólogos en ciernes.
Era casi imposible que no coincidiéramos en esa marcha, porque como ya habrán averiguado era totalmente apolítica, nunca me importó nada las cosas de la sociedad en la que vivía inmersa, ni siquiera me importó votar cuando fueron las elecciones, me mantenía al margen de las cosas. Pero todo cambió cuando a una compañera desapareció. Un día regresaba a su casa y nunca llegó; la última vez que supieron de ella fue cuándo varias compañeras más se despidieron en el metro ya que cada quien iba a un lugar diferente para sus casas.
Primero fue un anuncio donde preguntaban si la habían visto, en los grupos de redes sociales de la facultad avisando sobre su desaparición; después un cartel de la Procuraduría preguntando su paradero y que el último lugar donde la vieron fue en el metro Escuadrón 201 donde se dirigiría a su casa, y todo esto seguido de su ficha describiéndola: ojos castaños, pelo lacio negro hasta el hombro, un metro cincuenta y siete de estatura, complexión delgada y, como seña particular, un tatuaje de unicornio en el hombro izquierdo y un lunar en la mejilla derecha arriba de sus hoyuelos.
No la conocía directamente ya que ella estudiaba en la tarde y yo por la mañana pero varios de mis amigos si tomaron clases con ella.
Se organizó una toma de la facultad exigiendo a las autoridades que ayudaran en su encuentro, había pasado casi una semana desde su desaparición. Se dieron algunos mensajes de la autoridad y todo quedó allí, pero algo dentro de la facultad había cambiado.
Las profesoras entendieron nuestra necesidad de protección, se comenzaron a hacer ciclos de estudio, algunas actividades como defensa personal en la que otros compañeros de otros planteles comenzaron a ayudar, etc. Pero ella nunca apareció, al menos no con vida.
Fue cuando Pepe y yo caminábamos por las islas hacia Filosofía y después a nuestra escuela, veníamos de ir a comer unos tacos de canasta; muy pinches mamones pero cómo le entrábamos a los tacos. Ya casi se nos había olvidado lo de Priscilla, la chica desaparecida, y estábamos pensando en organizar otra fiesta de esas mortales que acostumbrábamos en su casa como hacía unos meses, nos faltaba dinero para el próximo EDC y con lo de las entradas y cervezas sin duda alcanzaríamos para los boletos VIP.
Fue entonces cuando vimos un grupo de personas gritando, formando un círculo alrededor de algo, cerca del puente de rectoría. De pronto llegaron más personas y gente llorando; a lo lejos se oyeron sirenas de ambulancias y las patrullas de la universidad.
Cuando nos acercamos fue aterradora la escena: una chica tirada en el suelo, cubierta de sangre con la blusa blanca desgarrada por lo que parecía un navajazo. Cuando lo ví sentí tanto miedo que casi me desmayo: era Priscilla.
Después nos enteramos que la fueron a tirar desde el puente que cruza Insurgentes desde una camioneta sin placas: la blusa blanca y escotada, la minifalda de piel negra y tacones altos, dijeron después las inútiles autoridades, eran parte del atuendo con el que la pobre Priscilla había sido forzada a trabajar en uno de esos locales de table dance que abundan en la ciudad y sus alrededores. Fue víctima de trata de mujeres.
El rector se pronunció y pidiendo un día de huelga en toda la universidad, se convocaron a marchas en las que muchas otras escuelas y universidades se unieron, colectivos de mujeres que, hasta entonces desconocía, reprochaban esa y muchas otras muertes de mujeres en la ciudad… y yo, ni enterada. Me sentí indignada, con miedo y hasta culpable por mi indiferencia. Por primera vez decidí ir a una marcha, por Priscilla y por todas nosotras.
Fue así como conocí a Maritza, cuando me contó de porque le gustó sociología y cómo hubiese despreciado psicología si se hubiese quedado. Y en mi quinto semestre decidí que podía ayudar con lo que sabía y con mi voz, que es necesario darse cuenta que no estamos solas, no importa el quien seas o de dónde vengas. Nos necesitamos todas. Y Maritza fue solo la primera de muchas más mujeres que conocí ese día y que tendimos los brazos por Priscilla y por todas las demás mujeres.